LA BIBLIOTECA

Aquí presentamos artículos y textos interesantes para comprender la Historia y vida en Castilla en general y Maderuelo en particular.

BATALLAS

GRANDES CAUDILLOS

EJÉRCITOS

 

 

EQUIPAMIENTO DE LOS INVASORES ÁRABES

Los dos caudillos árabes, Muza y Tarik, que llevaron a cabo el sometimiento de España emplearon el mismo expeditivo procedimiento de conquista equipando sus tropas con armas livianas, librándolas de toda clase de cargas superfluas. 

Los jinetes llevaban, junto con sus armas, un pequeño saco de provisiones, una vasija de cobre para cocinar y una piel que les servía a la vez de sobreveste y de cama. La infantería no llevaba sino sus armas. A cada regimiento o escuadrón se le permitía llevar un número limitado de sirvientes y de acémilas, lo escasamente indispensable para transportar el equipaje y las provisiones.

Fuentes:

  • Crónicas Moriscas. Leyendas de la conquista de España. Traducido por Luis Báez Díaz. Miguel Sánchez Editor, Granada, 1997.  Washington Irvin

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ALMANZOR

Su nombre verdadero era Abu ‘Amir Muhammad ibn Abi Amir al-Ma’afiri, caudillo y dictador, es una de las máximas figuras de la España musulmana. Nació en Torrox (Almería) en el año 940 y murió en Medinaceli en el 1002.

Nació en el seno de una familia de noble origen pero reducido patrimonio. Su padre Abd Allah había servido a las órdenes de ‘Abd al-Rahman III, y su madre Boraiha pertenecía a una de las más ilustres familias de Al-Andalus. 

Muy joven todavía Abu ‘Amir se trasladó a Córdoba para seguir estudios de literatura y poesía llegando en poco tiempo a tener fama de persona cultivada. Con su talento y capacidad para la intriga, se granjeó la confianza del califa Al-Hakan II que le nombró administrador de la princesa Subh, una de sus esposas. En febrero del año 967 fue nombrado intendente y administrador de los bienes del príncipe heredero Hisam. Asignándosele un sueldo de 15 dinares por mes. Ocupó más tarde el cargo de inspector de la moneda y en octubre de 969 fue designado juez del distrito de Sevilla y Niebla.

Al morir el sultán Al-Hakan II (976) le sucedió su hijo Hisam II, de diez años de edad. Esta sucesión no se desarrolló sin problemas pero el astuto Abu ‘Amir consiguió ser nombrado hagib o ministro del heredero Hisam. Este encumbramiento fue secundado con la ayuda del general Galib, su suegro, en el año 978. El joven califa fue privado de su libertad en misterioso encierro en los palacios de Medina Azahara y Abu ‘Amir se convirtió en un dictador.

En 981 Abu ‘Amir tomó el sobrenombre de al-Mansur Bi-Llah (el victorioso por Allah), que se suele abreviar como Al-Mansur y en los dialectos románicos como Almanzor, arrogándose así definitivamente todos los atributos de la realeza. Este mismo año hubo una disputa entre Galib y Almanzor, pero el primero resultó vencido y muerto a pesar de contar con cierto apoyo de los cristianos del norte. La toma de poder fue total cuando se trasladó toda la administración califal al nuevo palacio mandado construir por Almanzor llamado Medina Azahira.

Almanzor para granjearse el favor de su pueblo, pues ciertos sectores se oponían a esta rápida escalada al poder, se dotó de un amplio ejército renovado continuamente por la contratación de nuevos mercenarios que consiguió sucesivas victorias sobre los cristianos en las campañas bélicas que emprendió, aportando dinero a las arcas del tesoro público pero que eran muy costosas. 

Fue un gran guerrero y llevó a cabo 52 aceifas (expediciones de verano) en 26 años saliendo dos veces al año. Sus principales expediciones fueron las siguientes: en 982 tomó Zaragoza llevándose más de 9.000 prisioneros; en 984 penetró en León y arrasó Astorga y Gormaz; en 985 llegó hasta Barcelona y la tomó, saqueó e incendió; en 986 penetró hasta Sepúlveda; en 987 destruyó Coimbra, ciudad que reedificó él mismo siete años después; en 989 tomó Atienza, Osma y Montemayor. En 997 hizo una expedición a Galicia, penetrando hasta Santiago de Compostela, destruyendo la ciudad y la iglesia pero respetando la tumba del Apóstol de donde se llevó las campanas y las puertas que fueron transportadas a Córdoba a hombros de los 4.000 cristianos que hizo prisioneros, protagonizando este famoso episodio de las campanas de la iglesia de Santiago de Compostela hasta que Fernando III las restituyó. Fernando III, El Santo, después de un asedio de seis meses y seis días consiguió la rendición de Córdoba, ciudad que estuvo en poder de los infieles quinientos veintidós años, el domingo 29 de junio de 1236 de la Encarnación, día de la festividad de los gloriosos apóstoles San Pedro y San Pablo. 

En la mezquita se encontraron las campanas de la iglesia de Santiago, en Galicia, que el ministro Almanzor, en el 997 de nuestra Redención había llevado en triunfo y colocado allí, de revés, con la boca hacia arriba y sin el badajo, para que sirviesen de lámparas, y al mismo tiempo permaneciesen como un resplandeciente recuerdo de su victoria. El Rey ordenó devolver esas campanas a la iglesia de Santiago, y así como los cristianos fueron obligados a trasladarlas desde allá sobre sus hombros, así también los infieles hubieron de llevarlas de vuelta en igual forma. Estas expediciones dieron origen a historias de honor y de venganza como la de los siete infantes de Lara.

 Amante del arte hizo construir un puente sobre el Guadalquivir, amplió la mezquita de Córdoba en el año 987; protegió la literatura, la medicina y las ciencias positivas; su palacio se convirtió en una verdadera academia y llegó a escribir un Corán que le acompañó en todos sus viajes y expediciones guerreras.

En el año 1002 hizo Almanzor su última expedición militar dirigida contra la España cristiana. Lo único cierto que de ella se sabe es que llegó hasta Canales, cerca de Nájera; camino de Burgos destruyó el monasterio de San Millán de la Cogolla, y poco después Almanzor murió en Medinaceli. 

Los historiadores no se ponen de acuerdo sobre la muerte de Almanzor y algunos incluso niegan la existencia de la batalla de Calatañazor.

A Almanzor le sucedió su hijo ‘Abd Al-Malik, conocido como Al-Muzaffar (el Triunfador), que gobernó seis años y cuya muerte dio paso a la descomposición de Al-Andalus que culminaría con la implantación de los reyes de taifa.

Fuentes:

  • Gran Larousse Universal. Plaza y Janés. Madrid 1995.

  • Enciclopedia Universal Ilustrada Europeo-Americana, Espasa-Calpe S. A. Madrid.

  • Washington Irvin: Crónicas moriscas. Leyendas de la conquista de España. Miguel Sánchez Editor, Granada, 1997

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CALATAÑAZOR

Después de la jornada de Cervera, no hallamos en los historiadores noticia alguna sobre los hechos de armas de Almanzor, que ostentaba el cargo de hayib (primer ministro, que a veces tenía más poder que el califa) hasta principios del año 392 de la Hégira, esto es, por el 19 de noviembre del año 1001 del calendario Juliano y 1002 de nuestra era. 

Sin duda debió atender en este intervalo, además del gobierno, a los preparativos de otra mayor empresa que aprestaba contra los cristianos. Los recuerdos de sus amores, cuyas desventuras achacaba a los rumíes (romanos = cristianos), sus ideas fanáticas avivadas por las exhortaciones de los alfaquíes (doctores de ley islámica), y por último, el deseo de asegurarse más  y más con sus victorias el afecto de los muslimes (musulmanes), fueron los poderosos motivos que inflamando su antigua saña y rencor contra los que profesaban la ley del Crucificado, le resolvieron a ejecutar por tierra de Castilla otra nueva y más terrible expedición. 

Con tal designio hizo nuevos llamamientos de armas en todo el imperio del califa y mandó venir del África grandes fuerzas de caballería, que ya no eran necesarias en aquellas provincias, por haberlas pacificado su hijo Abd al-Malik. Llegadas estas y otras taifas (grupos), el hayib salió de Córdoba hacia Castilla en la primavera de dicho año 392 de la Hégira, 1002 de nuestra era. 

Al pasar por Toledo, que era el punto de convocación señalado por el hayib a la gente de guerra de casi toda la España musulmana, se incorporaron a su hueste numerosos escuadrones, entre ellos la caballería del Algarbe (oeste) y milicias de Mérida y Badajoz capitaneadas por el caudillo Farhún walí (gobernador de una provincia de un Estado musulmán), de Santarem (hoy ciudad portuguesa). 

Reunida con esto una hueste más lúcida y poderosa que nunca, el hayib prosiguió con ella su marcha hasta llegar a las orillas del Duero por la parte que confinaban los estados de León y Castilla. Atravesó por aquí el río y subiendo por su margen derecha, devastó con grandes estragos toda aquella frontera hasta los límites orientales  del condado de Castilla. Devastados aquellos confines, el hayib movió con su campo para las navas de Clunia y Osma, en donde le asentó no sin ejecutar iguales estragos en la comarca vecina, y amenazando destruir completamente aquellos estados hollados tantas veces por sus huestes vencedoras.

Pero al fin el Eterno (el Dios de los cristianos), apiadado de tanta ruina y exterminio de su grey escogida, empezaba a levantar la mano del duro castigo, y las largas calamidades, que como terrible prueba y saludable escarmiento de la Providencia, habían afligido a los cristianos, purificaron sus almas, despertando en ellas los apagados sentimientos de virtud y lealtad. Por lo tanto, dando al olvido sus antiguos resentimientos y arreglando sus mutuas diferencias en bien de la cristiandad y de ellos mismos, los príncipes cristianos resolvieron unir sus armas contra el enemigo común. 

Las mismas asonadas y ruidos que levantó Almanzor con sus formidables aprestos, fueron la estrepitosa voz de alarma que avisó a los cristianos a prevenirse con tiempo para hacer frente al peligro. El conde de Castilla Don Sancho Garcés, que por su mocedad era más ardiente y alentado, y que deseaba además vengar la muerte de su padre Garci Fernández y tantos daños recibidos de los infieles, fue quien más hizo en concertar la alianza de los príncipes, coligándose con el rey de León Don Alonso el V, y con el de Navarra que lo era ya Don Sancho García, apellidado el Mayor (su padre don García el Tembloso murió el año 1000). 

Estos soberanos llamando las huestes de sus respectivos señoríos, acordaron acudir con ellas reunidas adonde cargasen los moros en su próxima invasión. Pues como el hayib, pasando el Duero se dirigiese contra Castilla, haciendo en esa frontera grandes daños, acudió a esta parte el ejército confederado compuesto de gallegos, astures, navarros y castellanos. Marchaba esta hueste distribuida en tres grandes trozos, el primero de leoneses acaudillados por el conde don Melendo González (algunos ponen a la cabeza de los leoneses al rey don Veremundo, pero éste había muerto en 999 por lo que no pudo hallarse en esta jornada de Calatañazor) en nombre y lugar de su rey don Alonso, niño a la sazón de ocho años, el segundo de navarros que llevaban a su cabeza a su rey don Sancho el Mayor, y el tercero de los castellanos a quienes capitaneaba el conde Sancho García. Éste, al propio tiempo, como el más versado en la guerra y acaso el más animoso de los dos príncipes que acudían a la jornada, venía desempeñando las funciones de principal caudillo. 

Avisados estos capitanes de que Almanzor había puesto su campo entre Clunia y Osma, marcharon a su encuentro, y no tardaron en descubrir la formidable hueste infiel que venía hacia ellos con los mismos ánimos dividida en dos grandes taifas, compuesta la una de la milicia andaluza y la otra de la africana.

En los últimos días de julio o primeros de agosto de este año 392 (el 1002) las huestes cristianas y sarracenas vinieron a encontrarse a cuatro leguas de Osma, al pie de Calatañazor, castillo fundado por los árabes sobre una peña muy elevada, de donde tomó el nombre de Calatannossor, que en aquella lengua quiere decir el castillo de los buitres. 

Allí asentando sus reales (lugar en el cual esta la tienda del rey o del jefe de un ejército acampado) los unos a vista de los otros, después de algunas escaramuzas, se resolvieron a batalla campal. Dicen los autores árabes que los cristianos tenían distribuida su numerosa hueste en tres grandes almohallas (campamentos militares) o reales, cubriendo los campos como espesas bandadas de langostas. Cuentan asimismo que al descubrir los muslines aquel campamento tan dilatado, se estremecieron de pavor, considerando la muchedumbre de sus enemigos; pero que Almanzor con animosas razones les alentó a la batalla. 

La incertidumbre y la inquietud por el temeroso trance que les aguardaba, no dejaron dormir ni sosegar aquella noche a moros ni cristianos. Al despuntar la siguiente aurora, el estruendo que se levantó de ambas partes con los añafiles (especie de trompeta) y bocinas (trompeta cónica), hizo retemblar el eco de los valles y montes vecinos y hasta los más esforzados corazones. 

Los cristianos se prepararon a la pelea asistiendo devotamente a la misa que en medio de sus reales celebró un prelado, y por su parte el hayib rezó con su hueste la salá (oración islámica) de la mañana. Al punto los unos y los otros ordenaron sus haces en diversos escuadrones convenientemente distribuidos. 

El conde don Sancho García cuidó de presentar los escuadrones cristianos con el mayor frente posible, para no ser envueltos por la inmensa muchedumbre de los moros, y para que en el caso de una fuerte embestida, las haces se pudiesen abrir y desviarse entre sí, sin ser desordenadas, ni atropellarse unas filas con las otras. 

Los mismos autores árabes celebran el lucido y formidable aspecto que presentaban los cristianos en ese día; dicen que sus caballeros se miraban vistosamente armados de luciente acero; que bajo su muchedumbre se estremecía la tierra, y que sus caudillos sobre fieros corceles encubertados de hierro discurrían animándoles de una en otra haz. Formaron los nuestros tres haces, por ser otros tantos sus príncipes, aunque extendidas todas en una misma línea, y los moros cinco según su costumbre (mocaddama o vanguardia; calb centro o cuerpo de batalla; los dos chenahes o las alas derecha e izquierda; saca o retaguardia, de donde procede nuestra voz zaga).

Ordenadas las haces, Almanzor, que cabalgaba aquel día en un bravo corcel árabe, semejante en su fiereza a un leopardo, recorrió sus innumerables escuadrones en que tremolaban al aire los liwaes y  rayas (enseñas) del islam. Dirigióles su alentada voz, animándoles a no desmerecer de la gloria adquirida en tantos triunfos y conquistas, representándoles a sus enemigos como gente flaca, discorde y envilecida, y recordándoles en fin los deleites y venturas celestiales prometidas por el Profeta a los que mueren en la guerra santa. 

El rey don Sancho de Navarra y el conde Sancho García exhortaron a los suyos a morir como buenos por la fe y por la patria, cuya última esperanza de salvación estaba en sus manos.

Terminados tales razonamientos, diose la señal del combate, resonando de ambas partes con terrible estruendo las trompetas, atabales (tambores) y añafiles, acometiendo la gente cristiana al grito de ¡Santiago! y los moros al estruendo de sus atacabiras (son los gritos de Allah acbar [¡gran Dios!] con que los musulmanes suelen empezar las peleas) y clamores, ruido que hacían más formidable los relinchos de la innumerable caballería.

Venidos a las manos con iguales alientos y furor de ambas partes, emprendieron la batalla más obstinada y sangrienta que hasta entonces se había reñido entre moros y cristianos, pues si aquellos eran como siempre muchos y valerosos y peleaban por su fe y por no perder su antigua reputación y gloria, éstos eran más numerosos y alentados que hasta entonces y combatían por su Dios y por sus hogares y por la postrera esperanza de su salud. Bien se les alcanzaba a los cristianos que agotados sus recursos en aquel supremo esfuerzo, ya no quedaba otra barrera que oponer a las conquistas de los poderosos infieles, ni aguardaban a sus patrias y familias otro destino que ruinas, sangre y llanto. 

Estas consideraciones que encendían más y más el valor de sus generosos pechos, y el favor del Dios de las batallas, propicio ahora para premiar su arrepentimiento y hermandad, les alcanzaron en breve tal ventaja sobre los moros, que matando gran muchedumbre de ellos empezaron a clarear sus espesos escuadrones. Los moros, sin embargo, no cejaban, porque si bien comenzó a embargarles un terror pánico, los contenía la presencia de Almanzor, el cual hacía prodigios de esfuerzo, y dicen que cabalgando en su feroz corcel y a la cabeza de un escuadrón escogido de caballería andaluza, atropelló y rompió por una haz de cristianos. Pero estos se rehicieron al punto, rechazando al enemigo, y así a pesar de las proezas de Almanzor y sus alcaides la mortandad de los moros fue en aumento, pues los cristianos encorvando los cuernos (alas del ejército) de sus dilatadas haces, empezaron a estrechar y coger en medio a los escuadrones infieles. 

Ayudó también a los cristianos un torbellino muy espeso de aire y polvo que se levantó dando en cara a los moros, y como los nuestros a su favor se encarnizasen en el exterminio de los contrarios, éstos resistían como les era posible, pero sin retraerse jamás, no conociendo en medio de aquella confusión el estrago de su gente. De tal manera duró la batalla hasta que cerrando la noche sin declararse la victoria por los cristianos, se retiraron los moros a sus reales. Animada la gente cristiana por el feliz suceso de aquel día, no por eso se entregó a un anticipado júbilo; sino que todos ellos permanecieron aquella noche sobre el campo de batalla con las armas en la mano y ordenados en filas y escuadrones.

Entre tanto Almanzor retirado en su tienda, daba reposo a su cuerpo fatigado con las muchas heridas que había recibido, e impaciente por no saber con certeza el suceso de la batalla, aguardaba que se le presentasen como de costumbre sus alcaides y capitanes para consultar con ellos lo que debía hacerse al otro día. Pues como pareciesen pocos, por estar los más muertos o heridos, y muy alarmado mandase hacer alarde de los que quedaban en el campamento, halló que habían perecido de su hueste hasta setenta mil de a pie y cuarenta mil de los caballeros. Esperando el hayib al saber el gran destrozo de su gente, no quiso esperar a sufrir en el campo la afrenta de una completa derrota. Así, pues, antes de amanecer, se puso en salvo con las reliquias de su ejército, caminando hacia la frontera con el mejor orden posible y con la presteza que le permitieron el cansancio y las heridas que aquejaban a los más de los suyos.

Al mismo tiempo los caudillos cristianos aguardaban que la nueva aurora les mostrase toda la mortandad de los moros, pero con resolución de renovar la pelea con mayores ánimos hasta vencer o morir. Al romper el día dirigiendo su vista a los reales de Almanzor, los hallaron desiertos y grandes montones de cadáveres moros tendidos por el campo. Seguros entonces de su victoria, se concertó entre los caudillos cristianos que el conde don Sancho, con el grueso de la hueste fuese en persecución de los moros, quedando el resto de la gente ocupada en despojar los reales enemigos de los muchos bastimentos y bagaje que con su precipitada huida habían abandonado allí los infieles. 

El conde don Sancho, caminando a la ligera con su gente alentada por el triunfo, alcanzó a la hueste fatigada de Almanzor, haciendo en ellos tal matanza, que sólo pudieron escapar las taifas de la caballería con el hayib que iba a su cabeza. Sin embargo, los autores árabes dicen que los nuestros no hicieron en los moros el mayor estrago, porque también estaban rendidos y había muerto de ellos mucha gente.

Tal fue el suceso de esta famosísima victoria de los cristianos, que con la antigua gloria y fortuna de Almanzor, dejó muy quebrantados a los árabes, empezando a menguar desde entonces su fortuna y su poder.

Al mismo tiempo un suceso prodigioso se cumplía por la permisión del Omnipotente, en la capital del mundo sarraceno. Cuéntase que en el mismo día de la batalla de Calatañazor, un humilde pescador discurría por las riberas del Guadalquivir a noventa leguas del sitio del combate, recitando en son lúgubre unos versos, ya en árabe ya en latín, que juntamente daban pavor a los moros y alegría a los mozárabes que los escuchaban. Las estrofas concluían con este estribillo “En Calatañazor perdió su atabal Almanzor”.

“Otros dicen que aquellas voces eran los lamentos de los genios infernales, que mostraban su sentimiento por la pérdida de los infieles”. Nosotros, sin negar ni defender el prodigio, creemos más verosímil que aquellas endechas fueron pronunciadas por algún mozárabe de Córdoba, que se regocijaba por la derrota del gran perseguidor de la religión y del imperio cristiano.

En tanto el hayib con las reliquias de su hueste, repasando el Duero, caminó la vuelta de Medina Selim (Medinaceli) para tomar algún descanso en esta población, que solía ser su plaza de armas y centro de sus operaciones militares en aquella frontera. Empero su ánimo afectado ya con otros pesares, se dejó abatir tanto con la vergüenza y el despecho de verse vencido el que siempre había sido invencible, que desde el día de la derrota se privó de todo sustento. 

Sobrevínole con esto una fuerte dolencia del estómago, por lo cual y por sus heridas no pudiendo ir a caballo, le llevaban en una silla de madera. Así caminó, según dicen, catorce leguas, hasta que agravándosele mucho sus males, le fue necesario detenerse en una fortaleza situada cerca de un valle entre Berlanga y Medina Selim. Esta fortaleza es conocida en la historia con el nombre de Borg al-Quraysi (borg = torre o fortaleza), así como el valle y arroyo inmediato con el de Wadilcoraxi, todo en memoria de Almanzor, que como lo tenemos dicho en otro lugar, fue llamado al-Quraysi, aunque en realidad no era oriundo de aquella tribu. 

Allí dicen que vino a encontrarle su hijo Abd al-Malik enviado por el califa Hixem o por su propio cuidado, a tomar noticias de Almanzor. Abd al-Malik lo encontró moribundo y apenas tendría lugar para recibir de él algún consejo o lección de política, cuando le vio fallecer en sus brazos el lunes 25 de ramadán de la Hégira 392, o sea, el día 6 de agosto del año 1002 de J. C., a los sesenta y cuatro años de edad y veintisiete no cumplidos de su gobierno (otros ponen en el año 998 la batalla de Calatañazor y la muerte del hayib. 

Las crónicas de los cristianos muestran el odio que le tenían, pues dicen así: “Era MXL mortuus fuit Alamanzor et sepultus est in inferno”). Todavía después de ocho siglos, aquel lugar conserva el recuerdo del ilustre héroe que en él terminó sus días, pues aún existe allí un pueblo llamado Bordecorex (lugar situado a la falda de un otero y cerca de un arroyo a ocho leguas de Soria y tres de Alamzán), nombre corrompido del árabe Borg al-Quraysi, aunque no podemos determinar si aquel castillo tomó tal nombre por haberle edificado Almanzor o por acaecer allí su muerte.

Los autores árabes, aunque disimulan el desastre de Calatañazor, esquivándose de imputar una derrota al que parecía destinado a vencer siempre, convienen en que murió al volver de aquella jornada de una dolencia del vientre, y añaden otros pormenores que vamos a apuntar. 

La muerte del famoso caudillo fue sentida cuanto es imaginable por aquellos soldados que tantas veces había conducido a la victoria. Cuando la voz de su fallecimiento se divulgó por la hueste, todos prorrumpieron en lamentos y alaridos y exclamaban: “¡Perdimos a nuestro padre, a nuestro caudillo y a nuestro valedor!”. Su hijo Abd al-Malik tomó el mando del ejército, y deseoso de celebrar el entierro de su padre, como convenía a su vida militar, ordenó que colocado en su silla de madera fuese llevado a hombros de sus alcaides a la plaza fronteriza de Medina Selim, como así se ejecutó, acompañándole toda la hueste con pompa guerrera.

 Sepultáronle en esta plaza en memoria de las muchas veces que de vuelta de sus expediciones había entrado en ella vencedor, y como si esperasen con fanática creencia que sus restos inanimados defenderían aquellas fronteras que tanto dilatara viviendo. Enterráronle con sus propios vestidos y le cubrieron, según sus deseos, con el polvo que había recogido cuidadosamente en sus cincuenta y dos gazúas (correrías) contra los cristianos. Murió, pues, como un héroe y con la satisfacción de acabar su vida en la yihad (guerra santa), como tantas veces lo había pedido a Allah en sus oraciones, por creer como ferviente muslim que así moría mártir y con merecimiento para alcanzar el paraíso. 

Erigiéndosele en Medina Selim un modesto sepulcro, que fue visitado durante mucho tiempo por los moros, hasta que perdieron aquella plaza, y en su lápida se grabaron los siguientes dísticos: “Aunque ya no existe, tan vivos se conservan los recuerdos de sus hazañas, que por ellas podrás conocerle como si le contemplases con los ojos. ¡Por Allah! Que no aparecerá en tiempo alguno otro héroe que pueda comparársele, ni habrá ya quien defienda las fronteras como viviendo él”.

Cuando la nueva de su muerte llegó a Córdoba y demás ciudades de al-Andalus, hubo en ellas público luto y aflicción, pues todos olvidaron, como suele suceder, sus tiranías para recordar sólo sus prendas y victorias. Ismá, que tanto había sufrido de él, le lloró amargamente, y cuentan que desde Córdoba vino a morir en Medina Selim, cerca de su sepulcro. El califa Hixem sintió en extremo la muerte de su ayo y opresor, y como muriese de allí a poco, acabada por los años, su madre la sultana Subh, estremecióse aquel apocado monarca, al ver privado el imperio de una princesa y un ministro de tanta valía. Más no faltó, sin embargo, quien al punto abrumase con nuevas cadenas a aquel príncipe tan bien hallado con su esclavitud, y que no salió de ella más adelante sino para probar mayores adversidades y borrascas.

 

            (Francisco Javier Simonet: Almanzor, una leyenda árabe. Ediciones Polifemo. Madrid, 1986).

 

Hemos recogido aquí un trozo de la biografía de Almanzor porque fue el azote de los ejércitos cristianos frenando la Reconquista e incluso haciéndoles retroceder en territorios ya ganados años antes. 

En sus muchas correrías por los territorios de frontera es posible que pasara por Maderuelo, aunque no disponemos de datos, sabemos con certeza que recorrió lugares cercanos como Sepúlveda. 

Una vez muerto Almanzor el proceso de reconquista continuó imparable hacia el sur y las tierras sobre las que se asienta nuestro pueblo pasaron definitivamente a manos cristianas y fueron organizadas en comunidades de villa y tierra. 

No se ponen de acuerdo los historiadores sobre la muerte de Almanzor ni sobre el desarrollo de esta batalla, ni siquiera sobre su existencia porque las fuentes cristianas están llenas de inexactitudes y las árabes casi ni la citan. Las fuentes cristianas que relatan estos sucesos datan del siglo XIII, explicándose así los errores en que incurren, y otras fuentes más cercanas al hecho ni lo citan, por lo que algunos historiadores incluso eliminarían este suceso de la historia. 

Parece ser que las cosas fueron de otra manera aunque hoy queda probado que destruyó el monasterio de San Millán de la Cogolla, que era el santuario nacional de los castellanos, como Santiago lo era de los gallegos. Almanzor tenía entonces 62 o 63 años y las fuentes árabes dicen que murió de una dolencia de vientre; la edad sumada a este trastorno intestinal que afectaría también a todo su ejército y temiendo el choque, en tan desfavorables circunstancias, con las tropas castellanas que acudirían en auxilio de San Millán, emprendería la retirada hacia Medinaceli sufriendo probablemente algún descalabro al pasar con su numerosa impedimenta por Calatañazor, perseguido tal vez por las fuerzas castellanas y leonesas. 

Parece ser que la batalla se desarrolló el 8 de agosto y murió el día 10 de sus achaques registrando los historiadores árabes únicamente su muerte, pasando por alto el encuentro de Calatañazor que no dejaba de ser uno de tantos incidentes de la guerra de algaras que se hacía en nuestro país por parte de los dos bandos. Sin embargo los cristianos no podían por menos que relacionar ambos hechos siendo abultados por la exaltación del sentimiento religioso y patriótico al ver desaparecer al caudillo que tantos estragos les había provocado. 

Otros historiadores prefieren dar mayor crédito a las fuentes de origen cristiano y alegan que ninguno de los dos bandos recogió el hecho sino años más tarde debido a que las gentes de aquella época estaban más preocupadas por el fin del mundo que según algunas predicciones se produciría entorno al año 1000 según los cristianos y debido, por parte árabe, a que Almanzor estaba sentado en las bases de Fitna o ruptura que ocurriría seis años después en el 1008 y que supondría la disgregación en pequeños reinos (taifas) del estado omeya, destruyéndose así los más sólidos principios del califato y provocando la pérdida de interés de este suceso además de que no les interesaría recoger una derrota que manchara la brillante carrera del más famoso de los caudillos árabes de la época.

Mientras se obtienen más datos y se aclaran los hechos esperamos que hayan disfrutado con el relato que de dicha batalla hace Simonet.

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